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Tres guineas

La pandemia causada por el COVID-19 ha alargado hasta el infinito la lista de cuestiones urgentes a las que tenemos que dedicarnos. Todos los frentes están abiertos y, aunque algunos de ellos son novedosos, producto de una situación inédita, otros vienen sonando con fuerza desde hace tiempo. Este artículo estaba ya en el horno cuando un virus vino a recordarnos que la sostenibilidad de la vida pasa por el equilibrio y que estamos muy lejos de él todavía. Hombres y mujeres debemos contribuir por igual a la recuperación, pero no partimos del mismo lugar. Si existe tal cosa, la Nueva Normalidad debería tener en cuenta que las desigualdades de género son un lastre que no nos podemos permitir.

Virginia Woolf necesitó tres años para contestar una carta de unos pocos párrafos y, a la vista del resultado, creo que mereció la pena esperar. A veces, más rápido no equivale a mejor.

La respuesta tomó forma de ensayo, que Woolf tituló “Tres guineas” y fue publicado en 1938. La carta en cuestión pedía a la autora que pasara a la acción y aportara algo de dinero como gestos de apoyo contra las guerras en Europa; hasta ahí, nada extraño. Pero la carta terminaba con una pregunta: ¿cómo cree que podría evitarse la guerra?

Así comienza su respuesta:

“No es agradable dejar una carta tan notable como la suya sin respuesta; una carta tal vez única en la historia de la correspondencia humana, pues, ¿cuándo se ha visto que un hombre instruido pida la opinión de una mujer acerca del modo de impedir la guerra?”

A partir de ahí, Woolf analiza la discriminación de las mujeres y reivindica el derecho a recibir la misma educación y a tener las mismas oportunidades profesionales y sociales que los hombres. Sólo entonces, dice, una mujer podrá contestar a una pregunta como la que se le formula.

Cada una de las tres partes del texto está dedicada a reflexionar sobre temas que, todo parece indicar, aún no han sido resueltos: las dificultades que las mujeres enfrentan para acceder a la educación, las desiguales carreras profesionales y la participación en los espacios del poder. Cada reflexión se corresponde con cada una de las tres guineas que piensa donar para evitar la guerra.

A estas alturas, lector o lectora, empiezas a imaginar que este texto no va ni de Literatura ni de Historia. En este Libro Blanco, solemos centrarnos en temas más mundanos, (aunque pocas cosas hay tan de este mundo como la Historia y la Literatura). Resulta que, como sugerencia para este artículo, también a mí me lanzaron una pregunta compleja de responder: “¿Cómo podemos avanzar en la igualdad de hombres y mujeres en las empresas?”. No dispongo de tres años para pensar mi respuesta, ni de un ensayo completo. Pero intentaré aportar mis tres guineas en este texto.

La nuestra sigue siendo una realidad sexista. He comprobado que en el mundo de la empresa esta palabra incomoda y para evitarla, preferimos utilizar “igualdad”, o hablar de manera calculadamente equívoca de “diferencias”. Suelo usar esta palabra como termómetro para ver en qué situación se encuentra una empresa, ya que, al pronunciarla, pasan cosas: miradas de soslayo, incluso expresiones de cierto hartazgo, que indican que muchas personas, hombres y mujeres, creen que hemos hablado demasiado sobre esta cuestión y que la igualdad es “caso cerrado”. Sobra decir que no estoy de acuerdo.

Sexismo es una palabra que disgusta, pero sigue haciendo falta incorporarla, porque señala directamente la profundidad del problema: a pesar de los acuerdos formales a favor de la igualdad, nuestras prácticas y actitudes siguen construyendo un trato diferenciado por razón del sexo biológico, al que asignamos características y comportamientos diferentes para mujeres y hombres.

No es lo mismo sentarse a la mesa que poder jugar la partida

Hoy en día, las mujeres obtienen la mayoría de los títulos universitarios y constituyen la mitad de la fuerza de trabajo, pero basta con subir en la jerarquía de una organización para comprobar que ahí arriba el aire sigue estando viciado. Puede parecer un dato anecdótico, y lo es, pero según el índice Glass Ceiling (que mide la representación femenina en puestos directivos), es más fácil llegar a CEO llamándote John o David que siendo mujer; el 8,8% de los CEO de 1.500 compañías lleva uno de esos dos nombres, mientras la totalidad de mujeres de cualquier nombre alcanza el 4%. Y ello es así, a pesar de las evidencias, que parecen ser lo de menos. S&P Global Market Intelligence publicó hace unos meses el informe “Cuando las mujeres lideran, la empresa gana” en el que analiza la evolución de los resultados y de las acciones de un buen número de empresas a partir del nombramiento de mujeres como consejeras delegadas o directoras financieras.

Pues resulta que durante sus mandatos las empresas incrementaron en 1.800 millones de dólares los beneficios sobre la media de sus sectores. Acepto gustosa el debate entre el incremento de los resultados y la diversidad de los equipos directivos, porque son muchos los factores que pueden influir en la buena marcha de una compañía, pero podrás coincidir conmigo, lector o lectora, en que no deja de ser sospechoso el poco peso que este factor suele tener en las reflexiones.

Por lo tanto, ahí va mi primera guinea: aseguremos la participación de las mujeres en igualdad, es decir, con capacidad de optar, en igualdad de condiciones, a ocupar los puestos de decisión que influyen en la marcha de la empresa. Nótese el matiz, porque la frase tiene dos partes: igualdad de oportunidades para optar a puestos directivos, por un lado, y puestos directivos donde realmente se decide sobre el desempeño de la empresa, por otro.

Dicho de otra forma, no basta con tener un asiento en la mesa: hay que tener cartas y poder jugar. Las barreras de la desigualdad no son solo los techos de cristal. Existen también suelos pegajosos que impiden el desarrollo profesional, y paredes invisibles que separan a las mujeres de las escaleras de acceso hacia la dirección. Los hombres ocupan las responsabilidades de áreas que repercuten en las ganancias y pérdidas, mientras que las mujeres, cuando lo hacen, desempeñan funciones que, aun siendo importantes, no aportan a la cuenta de resultados y rara vez son una vía de ascenso para dirigir una empresa.

En un entorno crecientemente complejo, la diversidad es una ventaja competitiva. Los equipos directivos uniformes tienden a “uniformizar” las decisiones, las estrategias y las culturas. Ser mujer no es, per se, un mérito para la dirección, como no lo es ser hombre. Pero hoy en día, ser mujer sigue siendo un demérito y, por consiguiente, una pérdida para la propia empresa.

Que entre la luz a través de las grietas

El espejismo de la igualdad en la empresa tiene muchas caras. Los avances en términos de igualdad formal, aun siendo innegables, han creado una especie de halo, una ilusión de “misión conseguida” que posterga abordar las desigualdades más resistentes. Hoy en día, las mujeres formamos parte de la vida de las empresas, de la política o de la sociedad y formalmente la discriminación no existe; cuando aparece, se persigue, faltaría más. Contamos con un despliegue legal y normativo extenso, bien hilado, que impide que una mujer sea discriminada por el mero hecho de serlo.

La realidad, sin embargo, es mucho más compleja.

Las desigualdades se cuelan por las brechas del mercado laboral. El informe que Emakunde publicó en febrero de 2019, sobre la investigación realizada por la Fundación ISEAK, no deja lugar a dudas. La tasa de actividad de las mujeres sigue siendo inferior a la de los hombres, una media de 7 puntos porcentuales, con diferencias notables en función de la edad y del nivel académico: a mayor edad de las mujeres, menos actividad y a mayor nivel educativo, menos diferencias.

Es en el salario mensual donde las desigualdades son más evidentes: los hombres ganan de media un 24% más que las mujeres al mes, ya que trabajan más horas mensuales y cobran más por hora trabajada. Si trabajan más, me dirás, es lógico que cobren más. Cierto, pero atención: la jornada parcial afecta únicamente al 7% de los hombres, frente al 25% de las mujeres en Euskadi. Es decir, la parcialidad es casi en su totalidad femenina y además involuntaria: la mitad de las mujeres que trabajan a tiempo parcial dice hacerlo porque no puede permitirse una jornada completa, generalmente por ser responsable del cuidado de las y los familiares

¿Recuerdas que habíamos hablado de sexismo? Pues aquí está. Las mujeres siguen asociadas al rol del cuidado: cuidamos a nuestros hijos e hijas y a nuestros mayores y lo hacemos penalizando nuestro desempeño profesional. Hace varias décadas que las mujeres comparten el ámbito público, pero los hombres no han hecho el camino opuesto con la misma intensidad. A llegar exhaustas a estas dos esferas se le llama, dicen, conciliación.

Y aquí va mi segunda guinea: para poder garantizar la igualdad real en la empresa, debemos cerrar las brechas de las estructuras salariales y de ocupación. Decía Leonard Cohen que “la luz se filtra a través de las grietas”, y necesitamos mucha luz en este tema. No será posible avanzar si no facilitamos que las mujeres puedan optar, en igualdad de condiciones, al empleo remunerado. Y esto implica repartir de forma equilibrada el peso de los cuidados, que todavía hoy recae casi exclusivamente

sobre las mujeres. Hay que superar la “conciliación” para crear un ecosistema que favorezca las vidas personales y, en su caso, familiares. Es una tarea necesariamente sistémica: todo el sistema debe funcionar a favor de la sostenibilidad, hoy en día muy en entredicho: sumar recursos personales, sociales, institucionales y empresariales. Acciones como permisos parentales igualitarios, escolarización universal de cero a tres años, horarios flexibles y en jornada continua, etc.

Ser parte de la solución

La tercera y última guinea quiero invertirla en “elevar la apuesta” y pedir una reflexión que supera el ámbito de la empresa, aunque en mi opinión, lo incluye.

¿Podemos remitirnos el lujo de no avanzar más y más rápidamente en materia de igualdad? Por lo expresado anteriormente, supongo que intuyes mi respuesta.

Hace ya tiempo que todos los organismos internacionales nos vienen alertando sobre las consecuencias de las desigualdades. Incluso, sin necesidad de sesudos estudios, la realidad nos muestra que la marginación y la falta de derechos sociales y económicos son incompatibles con una sociedad decente. El 49,6% de la población mundial son mujeres y sufre la desigualdad por el mero hecho de serlo y, a la vez, sabemos que el empoderamiento económico de las mujeres es una de las herramientas clave para generar riqueza y valor, aquí y en todo el mundo. Algo falla.

Las empresas, como parte del tejido social en el que operan, no deben ser ajenas a esta realidad y a su papel en el avance hacia sociedades inclusivas, que abracen la diversidad en lugar de coartarla. Y tienen, tenemos, muchas herramientas con las que trabajar en esta dirección. Por responsabilidad y por justicia, en primera instancia, pero también por cálculo de oportunidad. Rediseñar nuestros procesos de atracción de talento, gobernanza y participación de las personas en las empresas es una tarea que implica cuestionarnos los qués y los cómos y, al hacerlo con mirada transversal de género, identificaremos áreas de mejora que repercutirán, a buen seguro, en la mejor marcha de nuestras organizaciones.

La gestión de la igualdad de hombres y mujeres debe ser parte de políticas transversales en el conjunto de las organizaciones. Solo si entendemos que la perspectiva de género puede y debe aplicarse al total de actividades y maneras de hacer de una organización, avanzaremos hacia una sociedad más equitativa, de forma integral y sistémica.

La igualdad en las empresas no se agota con la redacción del Plan correspondiente, aun siendo este necesario y, aunque a veces se nos olvide, mandatorio en muchos casos. Implica preguntarnos en qué lado de la Historia queremos estar: en el que tardó siglos en otorgar derechos a las mujeres o en el que integra todo el capital humano disponible y lo pone a jugar a favor de un futuro más justo y sostenible.

Caminamos hacia un mundo de muy pocas certezas, y el cambio es una de ellas. Cambios que nos piden actuar desde una mirada que integre la diversidad; no que la tolere, sino que la valore y la busque. Cambios, porque envejecemos como sociedad y no tenemos garantizada la tasa de renovación generacional y, por lo tanto, el mito de la conciliación se nos cae a pedazos en cuanto nos roza. Cambios, porque las niñas ya no quieren ser princesas, ni los niños quieren ser superhéroes, y debemos crear referencias que inspiren y no limiten. Ellas y ellos quieren ser muchas cosas diferentes, y el sexismo sigue atándoles las alas.

Virginia Woolf tardó tres años en dar forma a su respuesta. La mía es mucho más limitada e incompleta, soy consciente. Es, tal vez, demasiado simple, pero creo que, para avanzar, lo fundamental es comenzar a caminar.

Artículo escrito por Pilar Kaltzada, Socia Consultora Senior en Linking Ideas.

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