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El hilo rojo

A muchas personas a mi alrededor se les ha pasado por la cabeza cambiar de aires profesionales. Algunas lo han hecho y muchas dicen arrepentirse de no haber dado el paso, por falta, en general, de unas mínimas condiciones que sustenten una decisión de este calado. La incertidumbre reinante no ayuda, precisamente, más bien al contrario: los índices de confianza se desploman en las estadísticas y nos arrastran. El malestar es palpable, pero puede más el “más vale pájaro en mano” cuando los vientos de tormenta espantan a los pájaros del buen augurio.

Cabe preguntarse si formamos parte ya de las corrientes que hablan de éxodos masivos, como está ocurriendo en Estados Unidos, donde cerca de 47 millones de personas habían dejado su puesto de trabajo a finales de 2021. Si las primeras noticias nos sorprendieron a muchas, los datos nos dicen que la tendencia, lejos de contraerse, sigue extendiéndose y, como dato, el siguiente: todos los meses de 2022, una media de 4 millones de empleados y empleadas ha cerrado su etapa profesional en el lugar en que hasta entonces había trabajado.

La literatura sobre qué está ocurriendo es muy extensa, y cada día aparece alguna nueva referencia a la que prestar atención. En el estudio publicado por MIT Sloan Manage- ment Review, “Toxic Culture Is Driving the Great Resignation” los autores Donald Sull, Charles Sull, y Ben Zweig analizaron con detalle las primeras etapas de este proceso, que situaron en el comienzo de la pandemia de COVID19; y tiene sentido, ya que la pandemia nos ha obligado a parar y a pensar.

En entornos como el nuestro esta realidad puede resultarnos incomprensible, o cuando menos, contradictora. Parece difícil hacer convivir el mensaje de la destrucción de empleo con las salidas voluntarias. La contradicción es una de las señas de identidad de nuestro tiempo, pero cuesta entenderlo, ciertamente. Con todo, basta con mirar a nuestro alrededor, o tener un par de conversaciones en confianza, para ver que el síndrome del empleado o empleada “quemada” va cogiendo visos de extenderse a nivel endémico. Si abandonar la empresa es para tantas personas la respuesta que encuentran, o que buscan, ¿cuál es la pregunta?

NO ES LO QUE HACEMOS: ES CÓMO LO HACEMOS

Para poder comprender las razones del denominado “éxodo” laboral, los autores del estudio mencionado analizaron en Estados Unidos millones de perfiles de personas empleadas que abandonaron su empresa por diferentes motivos. Al preguntar por las razones de esta desafección, sobresale de forma muy generalizada la cultura organizativa tóxica, que tiene 10,4 veces más probabilidades de contribuir al abandono que la remuneración. El factor salario, que de forma casi automática consideramos como decisivo, puntúa por debajo de la cultura y de, por ejemplo, la falta de reconocimiento del desempeño.

La subjetividad en las respuestas es alta, por supuesto, pero la coincidencia debe hacernos reflexionar. Los datos que anticipa el éxodo norteamericano nos invitan a pensar sobre qué podemos hacer para evitar que los síntomas de la enfermedad endémica nos lleven al colapso.

Hay muchas personas que no buscan el ascenso en la carrera profesional, sino la diversidad de proyectos y oportunidades para desarrollar nuevas competencias o experiencias profesionales dentro de la compañía. No todo el mundo aspira a dirigir la empresa, ni todas las personas entienden la carrera profesional en los mismos términos, por lo que no están dispuestas a asumir, de forma monolítica, las mismas condiciones.

Puede ser que busquen mayor remuneración —asegurar salarios acordes al desempeño es condición sine qua non— cierto, pero también condiciones laborales que permitan compatibilizar la vida personal, familiar o social con el proyecto profesional que entienden y que sienten como suyo, flexibilidad en la manera de trabajar o la oportunidad de desarrollar funciones o tareas diferentes. Entornos que favorecen crear redes de afinidad (conocimiento, valores, contexto cultural, etc.), coherencia entre lo que sienten y lo que hacen (y esto es especialmente importante en temas que esta generación define como preocupación de máximo nivel, como la sostenibilidad, la igualdad y la muticulturalidad).

Los motivos son tan variados como los proyectos vitales de cada persona. Nada más lejos de mi intención que sugerir que la gestión de estas expectativas sea sencilla.

Implica una complejidad evidente, pero también aporta una riqueza inherente a un espacio profesional donde cada persona se sabe “única” y a la vez, parte de algo común.

La diversidad de expectativas implica reconocer la importancia de lo individual como elemento esencial del proyecto compartido.

En este mismo formato del Libro Blanco autores mucho más recomendables que yo han reflexionado sobre cómo se construye y se alimenta este proyecto compartido, y solo me atrevo a añadir una palabra más: urgencia. Diseñar y desplegar el proyecto común de empresa es, además de importante, muy urgente, porque en tiempos de incertidumbre como estos —y los venideros— estrategia y cultura deben viajar de la mano.

No podemos aspirar a participar en un contexto nuevo con modelos de gestión antiguos. Las cosas han cambiado, y lo harán aún más, porque el pacto social sobre el que se asienta el modelo de empleo ya no funciona. Antes la promesa era clara: “trabaja, recibirás un sueldo y podrás hacer tu vida”. Esto ya no es evidente. No debería sorprendernos que, al romperse el pacto, las demandas y aspiraciones cambien. Para millones de personas, trabajar ya no asegura participar en la escalera social. El salario ya no es equivalente al motor de progreso y vida autónoma. Mi abuelo nunca se preguntó a sí mismo para qué trabajaba, porque la respuesta era evidente: para vivir. Mi padre se lo preguntaba, sobre todo cuando volvía de vacaciones—un derecho que hasta entonces era un privilegio— y seguramente, pensaba en nosotras, sus hijas, al responderse: para darles, diría, un futuro. Ahora, todas las personas que puedan permitirse el lujo de decidir (y debería preocuparnos que esto sea un privilegio, y no un derecho), buscan otra manera de trabajar, que compatibilice las diferentes capas del proyecto vital.

El “trabajo” como concepto ha cambiado, y ya no cabe formular esta frase en tiempo futuro: la revolución está ocurriendo. ¿Cuánto tiempo durará? Nadie lo puede afirmar, aunque sabemos que nos resultará largo, y que será una adaptación entre dolorosa (para quienes pierdan lo que eufemísticamente denominamos “espacio de confort”) y dramática, en el caso de quienes perderán su capacidad de sustento. Suena paradójico: la previsión de desempleo masivo convive con la demanda no cubierta de nuevo talento. Un escenario complejo de gestionar en términos sociales, políticos y empresariales, sin lugar a duda.

LOS PILARES DE LA MOTIVACIÓN

Nos toca mover ficha. Dejar de comportarnos como negocios (es decir, ideas orientadas al beneficio económico) y transitar hacia la forma más noble del concepto empresa: comunidad de personas comprometidas, que quieren dejar su legado para mejorar el mundo. Y esto no es posible sin atender a nuestra cultura, al subsuelo de nuestros proyectos: la manera en la que nos relacionamos y compartimos el poder y la responsabilidad.

El talento que buscamos y que nos resulta huidizo llega con una serie de expectativas, muy diferentes a las que probablemente teníamos tú y yo cuando arrancamos nuestro recorrido profesional. Algunos autores definen estos rasgos como los “pilares de la motivación intrínseca”: la autonomía (el deseo de cada persona por dirigirse a sí misma), la maestría (llegar a dominar la disciplina por la que tenemos vocación) y el propósito (la misión, la visión y los valores de una empresa).

Las personas autónomas saben y saben aprender. Combinan el conocimiento con la experiencia. Son conscientes de que lo que son capaces de hacer depende de sus capacidades y de las del entorno, y por eso, brillan cuando trabajan en red, cooperan y compiten simultáneamente. Se hacen cargo de sus responsabilidades, porque no tienen que “ganárselas” a base de esfuerzo sino de confianza. ¿Estamos organizados para poner a jugar a personas autónomas? ¿Contamos con el acompañamiento respetuoso para hacerlo?

Las personas que buscan la maestría ocupan el espacio donde sus saberes mejor encajan. ¿Sabemos cuáles son las vocaciones de las personas cuando les asignamos tareas?

¿Somos transparentes cuando ofrecemos carrera? ¿Sabemos y podemos modificar nuestros equipos? ¿Orientamos el programa de desarrollo de carrera hacia la maestría o hacia el resultado?

Las personas que buscan propósito son muy exigentes. Consigo mismas, y con sus organizaciones. La confianza es el hilo rojo que sustenta su vínculo: si lo rompemos unilateralmente, nunca se recuperará. Nuestros sistemas de comunicación interna, la transparencia de nuestros negocios, las políticas de remuneración, objetivos e inversiones… ¿responden a este estándar de confianza?

EL HILO ROJO

En la cultura japonesa, el hilo rojo simboliza el nexo entre personas que comparten un proyecto común, generalmente romántico. El hilo rojo puede enredarse, estirarse, tensarse o desgastarse, pero no se rompe, o eso defienden. En Estados Unidos, a millones de personas se les ha roto el hilo, o han decidido cortarlo por lo sano y creo que no estaría de más que atendiésemos a las razones de fondo para prevenir nuestro propio “agujero”. Yo propongo que revisemos el estado de nuestra cultura.

La cultura en una organización es algo así como un cajón de sastre (y desastre) que sirve para aludir a casi cualquier cosa. Los departamentos de Recursos Humanos han mutado en áreas de Cultura y Talento sin haber modificado suficientemente ni el cometido ni las maneras de hacer. No hay líder que se preste que no defienda la cultura de su organización como elemento fundamental para el éxito, aunque a la hora de la verdad, cuando las frases grandilocuentes se trasladan a la agenda diaria, el tiempo que dedicamos a ejercitar el músculo cultural sigue siendo sensiblemente inferior al asignado a otras palancas.

La antropóloga Margaret Mead dijo que una cultura ideal es aquella que crea un lugar para cada ser humano. Y parece ser que nuestras empresas están creando lugares donde no encaja una gran parte de las personas que empleamos. A la hora de definir qué es una cultura tóxica, la mayoría de las personas consultadas señalan los mismos elementos: falta de promoción de la diversidad, la equidad y la inclusión, poco respeto a las y los trabajadores y comportamientos dudosamente éticos por parte de las compañías.

Somos la generación del cambio, decimos con cierta alegría, y probablemente, eso mismo pensó Heráclito, hace 2.500 años, cuando dijo que “lo único constante es el cambio”. En realidad, lo único permanente es el conflicto entre lo estable y lo nuevo. Lo que permanece es la lucha de las cosas por mantenerse del modo en que están organizadas contra las fuerzas que tratan de organizarlas de una manera diferente. Ese conflicto, esta dialéctica, es la verdadera constante. Y no es cosa reciente, ni se agota con las transformaciones tecnológicas que estamos experimentando.

La cultura es una de las principales palancas sobre las que se construye nuestro proyecto. La estrategia nos brinda una visión lógica y formal sobre los objetivos y presenta, además, la hoja de ruta que debemos seguir para alcanzarlos, alineando recursos y esfuerzos. La cultura, por su lado, nos indica de qué manera se traducen esos objetivos a través de los supuestos, valores y creencias que conforman las normas de juego de cada organización. En un mundo en el que las estrategias convergen sobre tendencias globales, la cultura de una organización es, cada vez más, el factor competitivo diferencial más relevante. Algo intuía Peter Drucker cuando señaló: “Culture eats strategy for breakfast”. En castellano castizo diríamos “se la merienda”.

Mientras nuestras culturas empresariales no estén preparadas, la personas seremos un software demasiado revolucionario tratando de instalarse en un ordenador aún obsoleto. El factor humano y la cultura son, una vez más, el nuevo sistema operativo para la transformación. Buena suerte con la actualización.

Escrito por Pilar Kaltzada, Consultora de comunicación en Linking Ideas
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