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¿De qué hablamos cuando hablamos de valores?: Cimientos sólidos para todo proyecto social o empresarial

En los tiempos que vivimos necesitamos personas con competencias técnicas, comprometidas y con valores. Retomando el modelo de la Grecia Clásica basado en la confianza recíproca con acento sincero en las personas. Un futuro que incorpore este modelo a los sectores público y privado, con jóvenes motivados, originales audaces e innovadores, y una sociedad con capacidad para innovar en las dualidades ciencias-letras, técnica-valores e identidad-ciudadanía, nos conducirá a la auténtica riqueza de las naciones. 

¿Valores, para qué? Modelos de dominación geopolítica del mundo.

El signo de los tiempos que vivimos parece marcado por la autarquía, el egoísmo, el egocentrismo, el “sálvese quien pueda”, la autocomplacencia, la ausencia de autocrítica, mirar siempre hacia fuera para tratar de encontrar algo o alguien a quien criticar y hacer responsable de todo, reprochar a la “autoridad”, sea del tipo que sea. Éste parece ser ahora el deporte nacional y el analgésico social ante el virus de la indignación y del cabreo.

Necesitamos personas con competencia técnica, comprometidas con valores como la ética, el esfuerzo, la solidaridad, la transparencia, la responsabilidad, el conocimiento, el compromiso, el respeto mutuo y la confianza. Y necesitamos también hacer realidad un modelo productivo en el que la empresa sea el resultado de un proyecto compartido, basado en la confianza entre empresarios y trabajadores, socialmente responsable y actor principal en la tarea de generar riqueza y empleo.

¿Nos exigimos a nosotros mismos la misma sinceridad, honestidad, rigor, atrevimiento, solidaridad, firmeza o flexibilidad que exigimos a los poderes públicos?; ¿Ansiamos de verdad regenerar la vida política sin atender previamente a un examen sobre nuestros respectivos comportamientos en las esferas sociales que ocupamos? ¿No es cierto que, en el fondo, existe una estricta correlación entre lo micro y lo macro, como en todos los órdenes de la naturaleza?

Dirigir una empresa o una organización o ejercer un cargo de responsabilidad colegial, empresarial, institucional o política consiste en hacer las cosas adecuadamente. Liderar esas mismas entidades, sociedades o instituciones es algo más: consiste en hacer las cosas adecuadas. Sin principios ni valores que marquen el norte o el rumbo de ese liderazgo, no hay camino por recorrer, porque aquél que valora más sus privilegios que sus principios acaba perdiendo más pronto que tarde ambos. No resulta difícil tomar decisiones, incluso en tiempos de crisis como los actuales, cuando uno sabe cuáles son sus valores. Y si éstos existen, será posible acuñar un nuevo modelo de trabajar y de servir a la ciudadanía, un modelo cercano, humanista, con valores que hagan posible la coordinación entre la gestión competitiva y cohesionada con una visión solidaria y una política social sostenible.

Hay, por encima de cualquier otro diagnóstico, una necesidad de regeneración ética de nuestra sociedad. Nuestro sistema de derechos se «nutre» de esa carencia de actitudes y valores, generando un insaciable e infinito egoísmo aunque aparente ser lo contrario, al quedar revestido de una falsa solidaridad social disfrazada bajo la cultura de la queja y del cabreo.

Con humildad, propongo aceptar esta invitación a ponernos las lentes para mirar y limpiar nuestro “nanointerior” como paso previo y propio en la sociedad, huir del fácil maniqueísmo (yo soy de los buenos, la “casta” son los malos, ajenos a mi sociedad) y valorar con sinceridad si cada uno de nosotros hacemos en nuestro entorno, en lo “micro” (familia, trabajo, ocio, amistades, estudios) todo lo que está en nuestras manos para revertir la situación y regenerar la convivencia en la sociedad, que debe ser construida desde los valores de respeto, responsabilidad compartida y solidaridad.

Recogiendo una visión de modelos geopolíticos planteada brillantemente por el Profesor Gurutz Jauregui, no podemos pretender conquistar mercados a la usanza del viejo imperio romano, por poner el ejemplo de lo que durante buena parte del siglo XX representó EEUU hasta la era Obama, a la que sigue ahora la incertidumbre del tiempo populista marcado por la personalidad ególatra de Donald Trump. En todo caso, Europa ni tiene capacidad ni va a plantearse nunca imponer geopolíticamente nuestro modelo en un mundo abierto mediante el recurso a la violencia o la fuerza: sería absurdo, ineficaz y éticamente inadmisible.

Igualmente estéril sería pretender convertirnos en los fenicios del siglo XXI, que hoy día vienen representados por los países del sudeste asiático (China, India). Desde nuestra dinámica empresarial y social, no tiene sentido pretender operar o funcionar con una estricta dinámica de abaratar costes, porque el sacrifico de derechos sociales en el altar del beneficio no nos ha hecho ni nos hará ni mejores ni más sostenibles.

¿Qué modelo debemos reivindicar y profundizar en el siglo XXI? Debemos retomar el tantas veces denostado modelo de la Grecia clásica, el modelo anclado en valores, en la superación de la dimensión empresarial como una mera suma de capital y trabajo, en la concepción de la empresa y de la sociedad como un conjunto de personas unidas por un proyecto, una nueva cultura de empresa basada en la confianza recíproca. Hay que buscar alternativas al modelo tradicional de forma compartida. Si esperamos a que la mera inercia del sistema cambie la tendencia, si pretendemos aplicar recetas hasta ahora aplicadas, si nos limitamos a buscar culpables a los que reprochar lo negativo, entonces nunca lograremos asentar un nuevo modelo de convivencia social y laboral.

Poner el acento sincero en las personas y no en una mera operación de marketing, pensar en ellas como las verdaderas palancas del cambio garantizará el éxito de un cambio de época. Conseguir personas motivadas, que crean en un proyecto empresarial al que sentirse unidas o vinculadas, en el que sentirse importantes y protagonistas (cada uno en su papel y con una responsabilidad compartida) es la clave del éxito, porque un grupo de personas motivadas es el único motor que nunca se gripa, que nunca falla.

¿Cómo lograr esa catarsis, esa revolución silente pero imprescindible en la que cada vez cree más gente? Con una comunicación interna sincera, transparente, continuada. Con una relación colaborativa, que genere un sentimiento de pertenencia, con un nuevo modelo interno de relaciones laborales basado en el respeto y en la colaboración mutua entre personas, anclado en un liderazgo ejemplar. Ya no basta con pedir implicación, colaboración y compromiso: hay que ser capaces de inspirar para generar esa actitud en cada una de esas personas, dando sentido y valor a la función que éstas ejerzan dentro de la empresa.

Hay que pasar del «decir» al «hacer». Los hechos son las nuevas palabras, no basta con pedir colaboración, hay que colaborar; no basta con exigir compromiso, hay que comprometerse; no basta con quejarse de la falta de implicación, quien dirige la empresa ha de ser quien en primer lugar se implique. Es un reto apasionante y factible. En particular, si pensamos en la juventud, estos nuevos valores abren un campo donde puedan desarrollar su potencial para tener personas motivadas. La cultura de “ocho horas y desconecto” ya ni vale, ni motiva. Todos, desde la universidad, los centros de formación y la empresa debemos preparar a nuestros jóvenes ante una cultura de trabajo diferente.

El tejido empresarial vasco necesita, más que nunca, una verdadera y mayor interacción entre empresa, sociedad y universidad. Empresa y Universidad responden a culturas, valores y misiones diferentes, pero deben coordinarse más y mejor, deben ir de la mano, deben apostar por la superación de modelos de gestión que les convierten demasiadas veces en compartimentos casi estancos dentro de la sociedad.

Hay que poner en marcha estrategias globales y coherentes de formación y de desarrollo de la inversión en capital humano; hay que adaptar los sistemas de educación y la formación en respuesta a nuevos requisitos de competencia. Es un propósito, un reto fácil de expresar pero complejo de lograr: alcanzar la eficiencia y la equidad en los procesos de educación y formación.

La existencia de una clase empresarial y directiva de gran calidad y generaciones con elevados niveles de preparación y formación han permitido afrontar las incertidumbres y riesgos derivados de la creciente globalización de la economía. Y nuestros valores tradicionales como pueblo vasco, como sociedad y como ciudadanía han estado vinculados al esfuerzo, al espíritu emprendedor, a la defensa de lo común por encima de lo individual, a la reivindicación de la función social de la propiedad, a la solidaridad colectiva.

No debemos renunciar a nuestras señas de identidad, a nuestros principios y valores, porque lo contrario puede llevarnos a una autocomplacencia que siempre frena la laboriosidad y las ganas de seguir mejorando. Profesionalidad, responsabilidad, motivación, adaptación a las cambiantes circunstancias actuales, afán de mejora continua: éstos han de ser los motores de nuestra sociedad.

La crisis nos ha mostrado que no hay tiempo para la autosatisfacción. Pese a ello, se aprecia una cierta falta de sentido crítico en nuestra sociedad. La distancia entre el sector público y el privado se ensancha y ambas vertientes de nuestro entramado social parecen responder a pautas o exigencias de gestión y de funcionamiento interno muy distintas.

Desde la Administración pública vasca debería marcarse tendencia y ejemplaridad en ámbitos como el de la dedicación, la profesionalidad, la eficiencia, la responsabilidad y la motivación de mejora. ¿Es ésta la percepción social mayoritaria? ¿No existe la sensación de que hemos importado a nuestro sector público prácticas que no responden al mejor modelo posible? ¿No existe la sensación de haber perdido una oportunidad histórica de liderar desde lo público las pautas de comportamiento social y empresarial?

Hay, en efecto, un reto específico, concreto, que está muy vinculado a la adaptación del marco institucional y de la propia estructura de la administración vasca a esta nueva etapa presidida por la incertidumbre del contexto socioeconómico global al que pertenecemos. Siempre es mejor adoptar reformas cuando todavía no nos han obligado a ellas, cuando no provienen de la exigencia externa.

Generalizar siempre es injusto, pero la percepción social más extendida es que solo el mundo privado se ha adaptado a las nuevas circunstancias por exigencia de los mercados, una adecuación a la nueva realidad motivada por la necesidad de sobrevivir, mientras que el sector público mantiene unas inercias alejadas de las exigencias que la realidad que nos rodea plantean.

Avanzar en mejorar la gobernanza, la transparencia o el buen gobierno es un paso en la buena dirección, pero en la dimensión interna de funcionamiento de nuestro mastodóntico sistema de administración pública no parece haber calado todavía la exigencia de adaptación a las nuevas realidades y retos.

Para conseguir que el sector público se transforme y juegue el papel que le corresponde se necesita voluntad política, visión y consenso. Y es igualmente necesario que el sector público y el privado se entiendan y colaboren para abordar retos comunes y recuperar la confianza recíproca necesaria para actuar con unos mismos objetivos compartidos.

2. Los valores de la formación y la mejora continua

Disponemos de jóvenes con mejor formación y preparación que nunca, que con frecuencia se encuentran con un entorno vital condicionado por la precariedad, derivada a su vez de una falta de expectativas profesionales que de facto está suponiendo que, tras la crisis, su proceso de emancipación vital y profesional se esté retrasando casi en diez años respecto a nuestra generación, la de quienes tenemos ya de 50 años para arriba; formamos un grupo generacional que, tal vez sin ser conscientes de ello, ejercemos de facto una suerte de «tapón» que evita la emergencia de toda la potencialidad y el caudal de imaginación, de motivación y de innovación que atesoran nuestros jóvenes.

Ante este panorama, y sin dejarse vencer por la frustración, sin caer en el desánimo o en la depresión, sin frenar su laboriosidad por tratar de salir adelante, muchos de ellos están optando por tomar su vida en sus propias manos: no seguir la trayectoria de otros, promover y provocar un cambio en la sociedad en la que viven, buscando asentarse vitalmente y enriqueciendo con su vitalidad y fortaleza emprendedora a la propia sociedad vasca.

Hay que enviar un mensaje de ánimo, de apoyo y de admiración a quienes (jóvenes y no tan jóvenes, nunca es tarde para tomar la vida en tus propias manos, para emprender nunca es tarde) se lanzan a innovar, a emprender su propio negocio, a salir del gregarismo social, a revelarse frente a la inercia derrotista, a quienes creen que cabe cambiar un «orden natural» de las cosas, de sus inercias vitales, a quienes viven con la filosofía de que un fracaso, o varios, son al final el motor del progreso, el impulso de la empresa.

¿Importa el dinero? Claro que sí, pero en realidad el dinero no ha de ser lo más importante: las ideas, las iniciativas, las propuestas, la motivación, las ganas de salir adelante son lo verdaderamente relevante. Lo determinante, la clave radica en la creación, en la originalidad. Emprender supone, al final, lanzarse al vacío sin saber volar y verse forzado a aprender a hacerlo antes de estrellarte. Debemos apoyar este futuro que ya es presente, esta generación de jóvenes que aporta frescura, ideas empresariales originales y audaces, innovadoras, que adaptan con enorme flexibilidad y agilidad su modelo de negocio a las cambiantes circunstancias del mercado en el que compiten, que portan y aportan valores sociales de compromiso, de responsabilidad, de disciplina, de solidaridad, de empatía con el débil, de respeto a los Derechos Humanos en el ejercicio del negocio, en la creencia de que las personas son el centro decisional dentro de una empresa, sus verdaderos protagonistas.

Talento, ideas, humildad, sana ambición, ¿y suerte?, ¿es necesario un factor de buena suerte? Decía un famoso golfista, con tanta ironía vital como pedagogía, que no sabía por qué, pero cuánto más entrenaba más suerte tenía en el juego. Eso mismo ocurre con esta nueva generación de promotores de negocios y de industrias no solo ubicadas en el entorno de las TIC’S, empresarios y empresarias que son personas comprometidas, que viajan, se desplazan por el mundo, abren caminos desconocidos, afrontan retos con ilusión y tienen su reducto de «suerte» basado en los pilares de la pasión, la motivación, la innovación y la humildad, logrando así que el éxito no frene su laboriosidad.

Lo tienen complicado, y sin embargo lo intentan, y con frecuencia triunfan con un modelo de empresa que emerge muchas veces desde los sótanos, los garajes de amigos en que componen sus ilusiones y proyectos. Debemos apoyarles, los gobiernos deben lograr generar un ecosistema que permita un clima promotor de este tipo de iniciativas que no vende humo; al contrario, transforman sueños, ideas e ilusiones en realidades, crean riqueza social y enseñan, sin reproche a nuestra generación «taponadora», que hay que saber dejar paso a una nueva forma de concebir la vida, las relaciones laborales, la empresa, el concepto de negocio.

Para una persona joven inquieta, una vida por delante con la secuencia de ocho horas diarias de trabajo, «chapar» y a casa es frustrante. Necesitamos personas formadas, personas motivadas, personas ilusionadas por el trabajo bien hecho, profesionales felices integrados en un proyecto empresarial que han de sentir como suyo, y donde se sientan importantes, protagonistas y conscientes de su relevancia en la empresa. En esta nueva fortaleza de las personas radica nuestro futuro colectivo como sociedad. Merecen nuestro pleno ánimo y apoyo.

3. Valores para la innovación social

¿Hasta qué punto las sociedades innovan, más allá de sus sistemas de innovación tecnológica, científica, productiva y económica? Vivimos efectivamente en una sociedad descompensada: entre la euforia tecno-científica y el analfabetismo de valores cívicos, entre la innovación tecnológica y la redundancia social, entre cultura crítica en el espacio de la ciencia o en el mundo económico y un espacio político y social donde se innova poco, donde hay una escasa capacidad para articular el equilibrio entre consenso y disenso, para canalizar los conflictos y diseñar modelos de convivencia.

El gusto por el trabajo bien hecho, el ejercicio de responsabilidad individual y colectiva en beneficio del bien social común son valores a preservar y revalorizar. El altruismo intelectual, alejado de egos y vanidades individuales, la visión compartida de un proyecto han de seguir siendo referentes de nuestro actuar. Vivimos un presente acelerado, sin tiempo para la reflexión y el debate sosegado. Vivimos presa de la “cronocompetencia”: todo ha de materializarse rápido, la urgencia atrapa el presente y nos olvidamos del pasado, sus enseñanzas y su proyección hacia el futuro.

La dura crisis ha tenido y tiene muchas derivadas perversas. Una de ellas se traduce en que todo aquello que no aporte réditos inmediatos al sistema parece destinado a ser sacrificado y arrojado por la borda para convertirse en un pecio hundido. Así, el escepticismo que todavía provoca en muchos ciudadanos escuchar hablar de aparentes intangibles como “desarrollo de I+D+I”, o de “transferencia de conocimiento”, o de “calidad” ha de ser superado. No es fácil, pero ha de ser tarea conjunta. Mejorar el futuro de futuras generaciones y facilitar en lo posible la consolidación que quienes hoy desean investigar justifica el esfuerzo.

Desde el punto de vista de los valores, para que una sociedad sea innovadora es preciso que haya, entre otros, un reconocimiento colectivo hacia el valor del esfuerzo, la creatividad, el emprendizaje, la curiosidad, la asunción de riesgos, una cultura del ensayo y del error. No podemos contentarnos con una sociedad subvencionada, instalada cómodamente en las rutinas o en lo sabido. Uno de nuestros principales desafíos consiste en generar una cultura inquieta y despierta, algo que en general nos ha caracterizado siempre a los vascos, y que actualmente se sitúa como una exigencia para todas las sociedades avanzadas. Los cambios acelerados de nuestro entorno nos obligan a innovar, especialmente teniendo en cuenta que no somos un país de recursos materiales, sino de imaginación y creatividad.

La llamada Sociedad del Conocimiento o del Aprendizaje es un tipo de sociedad que no compite tanto por recursos materiales como por las destrezas que tienen que ver con el saber, en un sentido muy amplio. La innovación consiste, de entrada, en la capacidad de distanciarse de las propias rutinas, de lo sabido, de los estereotipos y tener la capacidad de no contentarse con lo adquirido. El mayor enemigo de la innovación es lo bien que nos haya podido ir hasta ahora. Por eso la innovación exige una cultura del riesgo, de la responsabilidad y del aprendizaje. Ésta es la clave del dinamismo social y del protagonismo que pueden ejercer las sociedades.

¿Dónde está la auténtica riqueza de las naciones? El verdadero crecimiento económico no depende de los recursos naturales ni se asegura con los modelos de desarrollo que lo confían todo al mercado inmobiliario. Buena parte de la economía de nuestro entorno se ha sostenido gracias a esa mezcla explosiva de ladrillo y especulación, que supone un crecimiento coyuntural y deriva con frecuencia en la corrupción. La salida de la crisis, más allá de medidas coyunturales, dependerá de la capacidad de formar personas con alto nivel de cualificación. La verdadera riqueza de las sociedades reside en su saber. La apelación a la sociedad del conocimiento y la innovación deberían convertirse en un horizonte perseguido con tenacidad, desde las instituciones y con la colaboración de quienes tienen alguna responsabilidad en ello, tejiendo así una gran red que ponga en la misma dirección a las instituciones políticas, económicas y educativas, los sectores público y privado.

Pero no hay sólo innovación, es decir, descubrimiento, novedad, progreso e invención en el ámbito de las ciencias de la naturaleza, en la tecnología o en el mundo empresarial. La idea de innovación social nos obliga a pensar fuera del dualismo entre ciencias y letras, técnica y valores, identidad y ciudadanía, global y local. Las mayores innovaciones van a producirse precisamente en el renovado encuentro entre estas dimensiones que hasta ahora se han pensado y vivido como opuestas y que adjudicaban el monopolio de la innovación a uno de los polos, mientras que asignaba al otro la repetición vetusta y el retraso histórico. No se trataría de volver la balanza hacia al otro extremo, sino de cuestionar esta contraposición y buscar redefiniciones inéditas de esas tensiones básicas.

Escrito por Juan José Álvarez, Catedrático Derecho Internacional Privado UPV/EHU
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